Una actualización rockera de las Ghost Stories. Patricia González Cuesta sobre algunas vidas que transcurren en voluntario pecado.
Se oye mucho de talleres literarios y de packs con instrucciones con las que expugnar el búnker de la buena poesía o para armar la novela que tantos creen llevar dentro. Y bien, ¿hay transmisión real de conocimiento en esas técnicas? Y en caso afirmativo, ¿quién las diseña, Cervantes o un recién licenciado que va algo sobrado y que ha encontrado la ocasión de sacarse unos euros por cortar y pegar en textos de otros? Dejemos de lado profundidades y empecemos leyendo la novela, bien conscientes de que no se puede decir nada interesante sobre las personalidades (literarias) sin incorporarlas a un contexto social de significaciones. Un buen modo de hacerlo es escudriñar el idioma mismo de los personajes, y de eso tiene suficiente Vivir en pecado.
Hay en ella partes extensas con un decir regular, plano y de parataxis, que, no sin algún ribete irónico (el título mismo), la aproximan a ese estilo claro y comunicativo que todos buscamos en una novela (a la lírica, o a un tratado de topología, les pedimos otras cosas). Rimbaud habló de “encontrar una lengua”, y algo de ese hallazgo está aquí presente, en esa prosa sin florituras subordinadas, denotativa. Un método narrativo que, de todas maneras, aquí tiene asimismo su porcentaje de mixtión, porque la autora ‘omnisciente’ (inevitable utilizar el palabro) en ocasiones finge no saber suficiente, o, más frecuente, se implica en lo que narra/describe. Hay pues hibridación, elementos de thriller y una intriga que avanza por unas genealogías sorprendentes, alguna atroz, que se van
resolviendo en el tiempo a los personajes y al lector. Todo como precocinado en el microondas de lo abiertamente fantástico y ghostly (a no ser que queramos llamarlo sobrenatural).
Vivir en pecado sería una buena ocasión para dar un repaso a las condiciones actuales de la literatura, muy en especial la que tiene un público joven, el de las redes sociales (mayoritariamente gestionadas por jóvenes, supongo). Pero también estamos ante una ‘novela de formación’, o ante un fragmento de lo que se ha llamado inflacionariamente un Bildungsroman (asistiremos al crecimiento y a la emancipación, fuera de casa y por la vía del coraje y del amor, de algunos personajes, señaladamente Ricky), situada en nuestro caso en un cuándo, nuestro mundo de hoy, y en un dónde, un Madrid que no se nombra pero cuya presencia es contundente. La novelista, además, apuesta por “el mejor rock español”, que como un basso ostinato recorre y se coloca en el frontis de todos y cada uno de los capítulos de la novela. Ricky es un adolescente perdido en un hogar donde sobra el dinero y falta absolutamente el amor. La madre “callada y sumisa” y un padre despótico están detrás. Como quiera, una vida impuesta y manipulada, de excesivos controles, lo está agostando. Y aquí tiene lugar ya la primera aparición mágica cuando al quinceañero se le presenta en el armario de su cuarto un desconocido espectral e incorpóreo que sin embargo parece conocerle demasiado. Pasa un año y un buen día la madre lo lleva al centro, donde ella hace compras y ve a unas amigas escasamente presentables. El muchacho pide permiso para ausentarse un rato; el encuentro con un pretendido mendigo y su hija Dorotea lo introducirán en un mundo nuevo. Y aquí entramos ya en el realismo fantástico de todo derecho porque la visión reaparece, y hasta le confiesa a Ricky que murió con 27 años. Da incluso detalles de su muerte, y de la muerte de Zoé, su amor. Murieron ambos, pero el hijo sobrevivió. Ricky hace amistad con Dorotea, también con Silvestre, ‘hijo’ de quien se presentó como mendigo. Conoce también a Ofelia, de quien está enamorado Silvestre. Silvestre por su parte resulta ser el hijo de Rufo (“Nunca entendí por qué tuve la suerte de tener un amigo fantasma”, son palabras de Ricky. Un amigo que es su hermano, añadamos). Nuevas reapariciones de Rufo, la ghost story se estabiliza; estamos viviendo en lo extranatural. Ricky rompe el cordón umbilical que lo ata a su casa y se va a vivir con Silvestre y Ofelia. Y aquí la novela también ensaya el psicodrama colectivo juvenil, de unos/as chicos/as que llevan la gorra hacia atrás y que dan salida con alguna borrachera a los conflictos. El espíritu tutelar por su parte continúa ejercitando sus poderes para aparecer y desaparecer. Llega el día de un concierto en que intervienen y en que se decide mucho; el grupo tiene rivales, pero ellos arrasan con una canción cuyo texto se reproduce. Silvestre entre tanto descubre en el cuarto de Manuel, que ha muerto, las fotos de la caja que dejó bajo la cama. Y constata que el abuelo gangsteril fue autor de la muerte de Rufo, que ahora se presenta ante el padre/abuelo, el despiadado hombre de negocios, su asesino (también ordenó la ejecución de Silvestre). Salen Ofelia y Silvestre a dar un paseo y son localizados por dos esbirros del abuelo; a Silvestre lo apuñalan y a Ofelia también la hieren. Nueva aparición de Rufo. Casi al final, y cuando Silvestre es intervenido en un hospital de sus graves heridas, Ricky se lanza a gran velocidad (y sin permiso de conducir) hacia lo que ha sido su casa. Es cuando nos enteramos de que Ricky y Rufo son hijos de Manuel, como reconoce el propio abuelo (anónimo
en toda la novela). Y que, pese a empuñar una pistola, es abatido in extremis (casi todo en la novela es muy cinematográfico) por su mujer y madre de Ricky. Reaparece Rufo en el jardín: es asimismo una novela de desvelaciones de un inconsciente grupal, se diría. Y llega la despedida final de Rufo, la ascensión a su inexplicable Tabor, por así decir. Ricky y Dorotea serán padres, como Ofelia y Silvestre. La madre es judicialmente absuelta; el grupo se hace famoso, graban discos, hacen giras, y todo sucede con la “buena música rock” de fondo. Rufo y Zoé “desde algún ignoto lugar” los bendicen y les desean la dicha. La novela incluye en apéndice casi una treintena de testimonios solidarios (desde el rock) y de apoyo a las campañas de lucha médica y social contra una enfermedad
rara (AME, atrofia muscular espinal). Lo que queda es el sano principio de la intertextualidad, el reconocimiento de que, como dijo alguien, todos venimos de todos. Por supuesto que desde la vetusta normativa de géneros literarios, esa normativa a cuya redefinición estamos asistiendo, habría alguna objeción que presentar a Vivir en pecado (el tiempo verbal desde el que se suele narrar, por ejemplo). Pero de nuevo aquí también las tornas están cambiando y la voz grupal, o la experiencia coral representada por esos entusiastas juveniles del rock son seguramente la evidencia de que el concepto de literatura con que hemos vivido se ajusta mal a nuestro tiempo, cuando parece declinar la época de los grandes mamuts sacralizados de la tradición literaria transmitida. Es el nuestro un tiempo de ligereza, de expansiones rizomáticas, de recualificación y escisión en la producción cultural. La codificación y las marcas que sitúan a, pongamos, una novela como perteneciente a la alta cultura empiezan a desvanecerse por tanto con la digitalización universal, que introduce otros lenguajes y una (parcial) indistinción en los órdenes jerárquicos. ¿Por qué, desde qué perspectiva valorativa es peor una canción de, digamos, los Rolling o Leonard Cohen que las arias de Rigoletto? ¿Habrían pasado hace 50 años las Historias del Kronen de J. Á. Mañas, un éxito de ventas y un hito en su momento, por la puerta estrecha de la dignidad literaria? Las fortalezas del arte de la ficción están experimentando sacudidas como nunca. Sabemos de qué lado se sitúa la autora, que, interesantemente, guarda por su parte una muy educada evitación del lenguaje grosero. Como Rufo, que sigue “atrapado entre dos mundos” hasta su desaparición, esta novela casi generacional se sitúa en un interfaz. Vivir en pecado busca, como todo y como todos, libremente su lugar.